El Glorioso Evangelio, Vol. 94, N’o. 8
• Santidad •
por Douglas L. Crook
(primera parte)
“Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria.” Isaías 6.3
Isaías tuvo una revelación de que Dios es santo. Santo quiere decir “apartado”. Dios es apartado del pecado. No es esclavizado a hábitos viles y destructivos. Es libre de pensamientos y motivos impuros y de todo lo que corrompe y degenera el espíritu, alma y cuerpo del hombre.
“Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos.” Isaías 6.5 A primera vista, este atributo de Dios es espantoso. Cuando el hombre se da cuenta que está en la presencia del Santísimo, tiene profunda vergüenza por su propia inmundicia y tiene miedo de ser destruido. El profeta Ezequiel y el apóstol Juan también tuvieron visiones de la santidad de Dios, y aunque estos hombres fueron hombres piadosos, cayeron postrados como muertos en la presencia del Dios Santo. Su santidad es como la luz del sol. Dónde la luz de su santidad brilla, la oscuridad del pecado es expulsada. “Dios es fuego consumidor” Hebreos 12.29 “Muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio.” Habacuc 1.13 Dios demostró la gran separación que hay entre él y el hombre pecaminoso cuando dio a Moisés el diseño del tabernáculo en el desierto. La nube de la presencia de Dios quedó en el lugar santísimo. El tabernáculo estuvo en medio del pueblo, pero hubo muchas barreras que separaron a Dios del pueblo. Hubo cortinas, muebles, ritos y velos que impidieron la entrada del hombre pecaminoso a la presencia santa de Dios. Un solo hombre, una vez cada año, fue permitido entrar en la presencia de Dios. Si uno procuró acercarse al Santísimo por un camino diferente que el que ordenó Dios, la penalidad fue muerte.
Nuestra Santidad Como Provisión
¿Qué hay de gozarnos en la santidad de Dios? ¡Hay mucho! El creyente en Jesús no teme la santidad de Dios, sino da gracias por ella. Es por su santidad que nosotros somos hechos santos y librados de todo lo que es corruptible. “Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado.” Isaías 6.6, 7 Isaías fue purificado de su pecado por un carbón del altar santo. La santidad de Dios es su naturaleza. La santidad del creyente es una purificación o limpieza que recibe del Santísimo. El hombre es manchado con el pecado y es separado de Dios y su gloria. El único remedio es la limpieza que Dios ofrece por su amor. “Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana.” Isaías 1.18 En el Nuevo Testamento el agente purificador que quita la mancha del pecado es revelado. Es la sangre derramada de Jesucristo.
“Porque tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos; que no tiene necesidad cada día, como aquellos sumos sacerdotes, de ofrecer primero sacrificios por sus propios pecados, y luego por los del pueblo; porque esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo.” “Pero estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación, y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención. Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo? Así que, por eso es mediador de un nuevo pacto, para que interviniendo muerte para la remisión de las transgresiones que había bajo el primer pacto, los llamados reciban la promesa de la herencia eterna. Y casi todo es purificado, según la ley, con sangre; y sin derramamiento de sangre no se hace remisión.” Hebreos 7.25 al 28; 9.11 al 15, 22 Si el hombre iba a ser purificado por un sacrificio, fue necesario que ese sacrificio fuese santo y sin mancha, y que fuese ofrecido por un sacerdote santo. Jesús fue tal sacrificio y es tal sacerdote porque es el Hijo de Dios. Al aceptar a Jesús como su Salvador, uno es purificado una vez para siempre de la mancha del pecado. Ya que somos limpios, somos declarados “santos” y somos vestidos de la santidad de Jesús. Somos apartados de la culpa del pecado y hacia Dios para su gloria. “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él…” Efesios 1.3, 4 “Mas por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención.” 1ª Corintios 1.30 Es por la santidad de Jesús, nuestro sumo sacerdote y sacrificio, que tenemos entrada en la presencia del Santísimo. Aunque algunos creyentes están ligados por cosas corruptibles en su vida práctica, nuestra posición delante de Dios es en la santidad de Cristo. Dios nos ve como santos, y nuestro destino final es en su santa presencia, adorándole y dándole gloria. “Y los cuatro seres vivientes tenían cada uno seis alas, y alrededor y por dentro estaban llenos de ojos; y no cesaban día y noche de decir: Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es, y el que ha de venir.” Apocalipsis 4.8
Doy gracias a Dios por su santidad. Si Dios no fuese santo, estaríamos para siempre perdidos a la impureza y destrucción del pecado. Por la luz de su santidad vemos nuestra propia suciedad y nuestra necesidad de buscar su purificación. Porque Jesús es santo, tiene poder de santificar a todos los que creen en la eficacia de su sangre purificadora.
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