El Glorioso Evangelio, Vol. 94, N’o. 9
• Santidad •
por Douglas L. Crook
(segunda parte)
En la primera parte de esta lección ya hemos establecido, según la Biblia, que nuestro Dios es santo. Santo quiere decir “apartado.” Dios es apartado del pecado. No es esclavizado a hábitos viles y destructivos. Es libre de pensamientos y motivos impuros y de todo lo que corrompe y degenera el espíritu, alma y cuerpo del hombre. También hemos visto que es por su santidad y la de su Hijo Jesús que los creyentes son declarados santos. (1ª Corintios 1.1 al 3) Por la sangre derramada de Jesús somos limpiados una vez para siempre de la mancha y culpa del pecado. Nuestro destino eterno es en la presencia santa del Santísimo. Por fe tenemos la santidad como provisión, por medio de la santidad de Dios y su Hijo.
Esta posición como santos nunca cambia porque está basada sobre la eficacia de la sangre purificadora de Jesús. El apóstol Pablo saludó aun a los corintios carnales como santificados y santos. Recuerde, la santidad es la naturaleza de Dios. Nuestra santidad es una purificación que recibimos de Dios por fe. El Santísimo nos ve eternamente como santos. ¡Gloria sea a su nombre!
Sin embargo, hay otro aspecto de nuestra santidad que recibimos del Dios Santo, que es igualmente importante. Es el aspecto de nuestra santidad práctica. “Como hijos obedientes, no os conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia; sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo.” 1ª Pedro 1.14 al 16 Si ya somos santos delante de Dios, ¿por qué tenemos esta exhortación de ser santos? Porque está hablando de nuestra “manera de vivir.” La santidad práctica tiene que ver con la vida diaria. Uno es santo en este sentido si diariamente su corazón está apartado del dominio y hábito del pecado y apartado para hacer la voluntad de Dios. En contraste con la santidad que recibimos como provisión, que es una vez para siempre, este aspecto de la santidad es progresivo. “Así que, amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios.” 2ª Corintios 7.1 Diariamente necesitamos una limpieza de la contaminación del pecado que hay en este mundo. Si no nos sometemos a esta limpieza, nos conduciremos como impíos en vez de como santos. Esta limpieza nos aparta para hacer la voluntad de Dios y para ser su testigo fiel. Cada creyente tiene la habilidad de andar en santidad porque tiene dentro de sí la santa vida de Cristo.
Es preciso que entendamos los dos aspectos de la santidad que recibimos del Santísimo. Algunos recalcan solamente la santidad práctica y se equivocan en pensar que nos hacemos aceptos delante del Dios santo por nuestras obras, nuestra manera de vestirnos o por muchas otras cosas. Procuran quitar la mancha de la culpa del pecado por su santidad práctica. Si uno cree así, está negando la autoridad de la Biblia que dice que solamente la sangre derramada de Jesús tiene poder para limpiarnos de la culpa y penalidad del pecado y hacernos aceptos al Padre. (Efesios 1.3 al 7) Tal doctrina es peligrosa y roba a Dios y a su Hijo de su gloria.
Igualmente peligrosa es la doctrina de los que recalcan solamente la santidad que recibimos como provisión. Piensan que si uno es salvo, no importa cómo vive porque ya es declarado ser santo y Dios siempre le verá como santo. Enseñan que no hay ninguna verdadera consecuencia por andar en la suciedad de la carne y del mundo. Lo que olvidan es que Dios es aún santo aunque vivimos bajo gracia. Dios no ha cambiado. No tolera el pecado en su pueblo más de lo que tolera en el incrédulo. Su manera de tratar con el pecado del creyente y del incrédulo es diferente, pero no aguanta el pecado en ninguno. El es santo. “Porque el que come y bebe indignamente, sin discernir el cuerpo del Señor, juicio come y bebe para sí. Por lo cual hay muchos enfermos y debilitados entre vosotros, y muchos duermen. Si, pues, nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados; mas siendo juzgados, somos castigados por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo. 1ª Corintios 11.29 al 32 La inmundicia del pecado de los incrédulos les separa eternamente de la presencia del Juez santo. Son condenados al lago del fuego. Los que tienen la mancha de la culpa del pecado no pueden entrar en su presencia santa. La inmundicia del pecado del creyente le separa de la comunión íntima de su Padre santo. “He aquí que no se ha acortado la mano de Jehová para salvar (librar,) ni se ha agravado su oído para oír; pero vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de vosotros su rostro para no oír.” Isaías 59.1, 2 Nuestro Padre no puede andar con nosotros en una manera real y personal cuando andamos en rebelión contra su santidad. El Padre castiga a sus hijos que andan en pecado, para que sepan que no conviene y que hay consecuencias negativas por andar así. Si continuamos en el pecado perdemos el gozo y paz de su constante protección y provisión, y de la perpetua revelación de sí a nuestro corazón. Perdemos eterna recompensa y gloria. El valor de su presencia en nuestra vida y de su comunión íntima debe ser motivo suficiente para hacernos desear andar en santidad. La posibilidad de perder tal comunión y recompensa debe advertirnos del peligro de andar en la inmundicia del pecado.
En Juan 13.10 Jesús ilustró bien la diferencia entre la santidad como provisión y la práctica. “Jesús le dijo: El que está lavado, no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio...” Uno que se baña fuera de la casa está todo limpio al ser bañado, pero caminando a la casa ensucia los pies. No necesita volver a bañarse por completo, sino le falta limpiar sus pies no más. De igual manera, uno que pone su fe en Jesús como su Salvador está limpiado de la culpa del pecado una vez para siempre por la sangre de Jesús. Al ser salvo, no somos trasladados directamente a los cielos. Tenemos que andar en este mundo lleno de pecado. A veces llegamos a ser contaminados por el pecado por caer en tentación o descuido o indiferencia. No necesitamos ser salvos de nuevo, sino nos falta limpiar nuestra manera de vivir no más. La Biblia declara que el agente purificador que nos limpia de la contaminación del dominio y hábito del pecado es la Palabra de Dios. “Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra.” Efesios 5.25 y 26 “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad.” Juan 17.17 “Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado.” Juan 15.3 La santificación práctica es cuestión de una limpieza diaria por la Palabra de Dios, la Biblia. Lea la Palabra cada día y le convencerá de pecado, le guiará al arrepentimiento y le limpiará de la inmundicia para que pueda disfrutar comunión íntima y dulce con su Padre santo y con su Hijo. Estúdiela diariamente, créala y póngala por obra y le mantendrá separado de la corrupción del pecado y apartado para hacer la voluntad de Dios con todos sus beneficios.
“Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta.” Romanos 12.1, 2
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